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Capítulo 3. La hora de Churchill.

11:57 a.m. La ojos de Juanjo se dirigieron, por enésima vez aquella mañana, hacia su reloj. Lo había mirado hacía menos de diez minutos, pero confiaba en que el tiempo avanzara más rápido, o en que los informáticos que llevaban la web de la agencia hicieran, por una vez, su trabajo. No iba a ser ese el momento, y él lo sabía. Esa mañana, su negatividad se podía vender a granel.

Tecleó www.misadedoce.com y clicó sobre la sección que él mismo había ideado y diseñado: Churchill’s, que era el motivo por el cual toda la agencia le había cogido tirria a él y, en gran parte, a Alfredo.

Todo empezó un viernes por la tarde, unos meses atrás. Alfredo, Juanjo y Bene llevaban todo el día solos en la oficina. Apenas habían recibido llamadas, y sólo la visita de un trajeado gestor de telecomunicaciones (o, mejor dicho, un comercial de Vodafone, al que ni siquiera habían llegado a abrirle la puerta) les había distraído. Y eso fue por la mañana.

Ya por la tarde, el virus del fin de semana se había apoderado totalmente de la agencia y el cachondeo estaba a flor de piel.

–          Echaremos luego unas birrillas, ¿o qué? –preguntó Alfredo.

–          Vale, aunque creo que hoy me voy a beber hasta el agua de los floreros… -contestó Juanjo. Y no mentía.

–          Voy, pero no contéis conmigo hasta las mil, que mañana tengo muchas cosas que hacer en casa –replicó Bene.

Aunque Alfredo y Bene eran los jefes, ya habían salido de juerga más de una, de dos, y de treinta veces. Aquella noche, sin embargo, marcaría un punto de inflexión. Sería la última vez en meses, y les serviría a todos para conocerse… mucho peor.

–          Si no su vai ya, sus vi a cerrá aquí mihmo – exclamó Ramón, el guarda de seguridad más raro de la historia: negro como el tizón, gordo, calvo (pero con greñas), de ascendencia guatemalteca y nacido en Albarracín, había ganado el Campeonato del Mundo de Lanzamiento de Piquetas cuando era joven (rondaba los 55) y, a pesar de que apenas se le entendía cuando hablaba, no importaba, ya que sólo sabía contar, una vez tras otra, la historia de cuando fue campeón. Era insoportable.

Como ya le conocían de sobra, los tres salieron pitando de allí.

Unas horas más tarde, se juntaron en su bar de siempre.

–          Churchill’s atraerá nuevos clientes y retendrá a los que ya tenemos. Será la bocanada de aire fresco y cercanía que necesitamos en Misa de doce, ya lo veréis -exclamó Juanjo con la lengua trabada por las cervezas.

–          Juanjo, olvídate de esa astracanada. Díselo tú Bene, que esta murga a mí ya me cansa –dijo Alfredo.

–          Estás como una cabra, Juanjo. La cerveza te sienta fatal –sentenció lapidaria Bene.

Sin embargo, no sólo a Juanjo le afectaba el alcohol. Aquella noche, Alfredo terminó liándose con la persona equivocada: un transexual –no operado- de pedigree que Juanjo conocía de anteriores salidas nocturnas. Alfredo, en cambio, no tenía la “suerte” de conocerle/la/lo. Juanjo no dudó en ocultarle a Alfredo la verdadera sexualidad de Natalia (anteriormente conocida como Antonio), confiando en que tardaría segundos en darse cuenta de que, en realidad, era un hombre.

Sin embargo, no lo hizo. El alcohol hizo su efecto, obnubiló la vista de Alfredo, que acabó cogiendo un taxi y marchando orgulloso, con su nuevo ligue, dispuesto a tomarse la última copa en casa.

El lunes siguiente, Juanjo llegó a la agencia henchido. La jaula de mano que llevaba, acompañada por una leve mueca de superioridad, hicieron que su entrada en la oficina fuera francamente grotesca.

Alfredo se levantó de la silla como si tuviera un resorte y persiguió a Juanjo hasta su despacho.

–          ¿Estás loco? ¡¿Has traído a Churchill?! ¡Y sin consultármelo! ¡No sabes lo harto que estoy de ese gato! Ya te lo puedes llevar, ¡que hoy no estoy para bromas! –gritó Alfredo.

Juanjo se giró lentamente y susurró con sarna: “¿Es que Natalia…no te dejó contento? ¿O debería decir…Antonio?”

La carcajada que prosiguió hizo que a Alfredo le cambiara la cara.

–          Como se lo digas a alguien…

–          No te preocupes –dijo Juanjo-. Nadie se enterará. Pero Churchill se queda, y quiero un hueco en mi despacho para él, la webcam y su sección en misadedoce.com.

–          ¿Realmente crees que a alguien le interesa ver a ese asqueroso gato en nuestra web? Vaya imagen vamos a dar… Estás chalado.

–          Puede. O puede que no. El tiempo y los clientes nos lo dirán. Es la hora de Churchill –sentenció Juanjo.